Hay dos razones por las que la hora facturable se ha mantenido como mecanismo para fijar el precio de los servicios legales. La primera, la más obvia, es que la calidad del servicio depende en parte de la experiencia de los abogados que realizan el trabajo y de la atención y el tiempo que dedican. Si se ofreciera a los abogados un precio fijo por sus servicios, a menos que se trate de un servicio repetido para que el precio fijo resulte justo tanto para el abogado como para el cliente, sería un mal negocio para ambos. De lo contrario, los abogados facturan por hora (y aumentan sus honorarios hasta que el mercado se estabilice) porque no hay forma de ajustar su tiempo y atención. Pero la segunda razón, y menos obvia, es que existen normas éticas que impiden que abogados y clientes compartan riesgos en el mismo sector. Esta ética, que tiene raíces históricas en prácticas excluyentes antiinmigrantes (y antisemitas) de la abogacía hace más de 100 años, ha persistido en parte por su conveniencia para la élite de la profesión, que puede pedir lo que desea por sus servicios y no se preocupa especialmente por el acceso a ellos por parte de nuevos profesionales. Los bufetes de abogados de Silicon Valley han sorteado este problema —para beneficio mutuo de los bufetes y sus clientes— formando filiales que aceptan inversiones de capital en lugar de honorarios por hora. Sin embargo, en general, la facturación por hora sigue siendo la práctica habitual en la profesión. Con la llegada de la IA, la primera razón para la facturación por hora está desapareciendo. Pero la segunda persiste y sigue siendo un problema para la profesión. Para que los servicios legales se conviertan en un producto verdaderamente escalable, los intereses de clientes y abogados deben estar alineados mediante la distribución de riesgos. La IA por sí sola no resolverá este problema.
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